jueves, 16 de diciembre de 2021

 

                                                                           Primer lugar:  DOÑA  JOSEFA

 

    Trabajé en casa de doña Josefa desde que se casó con don Domingo, allá por el año 1757. Ella era una criolla muy joven, entre 14 y 15 años tenía cuando llegué a su casa. En el año 1799 me tocó acompañarla en lo que fueron sus últimos días. Me apenaba verla en cama. El médico llegó en la diligencia y dijo que doña Josefa cursaba un cuadro de fiebre amarilla. De inmediato comprendí que era grave. Pude ver cuando entraba a la habitación con el lienzo húmedo para bajarle la fiebre, la expresión en el rostro del médico. Yo no sabía ni leer ni escribir, pero la preocupación de sus hijos, Francisco y Joaquín, al escuchar al médico, me alertó. Decidí, entonces, asistir a doña María Josefa González Casero, para mí, sólo doña Josefa, en sus últimos días.

    Reconozco que la enfermedad hizo que, en los momentos en que ella estaba de ánimo, me contara historias de su vida que jamás había hablado con nadie, y yo la escuchaba atentamente entre gustosa y asombrada por su soltura. Por lo general, por la tarde, después de que tomara la infusión, que con cariño le llevaba al cuarto, me contaba sus vivencias. Mientras, yo la peinaba y le colocaba su peineta preferida, esa que le había regalado su madre, Lucía Islas y Bravo, antes de casarse con don Domingo Belgrano y Peri. Solía recordar a su padre, el español Juan Alonso González, decía que era un hombre rígido y estricto, pero de buen corazón, como don Domingo. Otras veces hablaba de aquella época en la que don Domingo entró en una profunda depresión a causa de las acusaciones que recibió de manejo ilegal cuando trabajaba en la Aduana, donde sufrió prisión domiciliaria; recordaba con orgullo, el apoyo de su hijo Manuel, quien, en ese entonces era estudiante de abogacía en España, y aquella carta que, de puño y letra, había enviado al Rey Carlos IV por causa de su esposo.

    Cada vez que doña Josefa hablaba de su hijo Manuel, se le iluminaba la cara, hasta parecía que por momentos le ganaba a la enfermedad. Solía decir que todos sus hijos habían recibido todo su amor y dedicación, pero que Manuel era especial, desde su nacimiento esa mañana del 3 de junio de 1770, supo que sería un gran hombre con grandes aspiraciones. Había días en que podía hablar más tiempo que otros, siempre y cuando la fiebre no la hiciera desvariar o el cansancio no la derrotara. Los hijos de doña Josefa que se encontraban en Buenos Aires, solían sentarse a los pies de la cama y contarle acontecimientos del día, aun cuando ella durmiera. Yo esperaba la siguiente tarde para escuchar sus historias, pero presupuesto, había muchas cosas para hacer en la gran casona, y para ese entonces, estaba sola con todas las tareas. Don Domingo hacía 4 años que había fallecido y desde ese momento, Francisco y Joaquín habían tomado las riendas del comercio tras heredar los negocios de su padre.

    Cuando podía, salía a comprar carne para hervirla con verduras que cultivaba yo misma en el patio, porque sabía que a doña Josefa le gustaba. Bien temprano ponía la olla al fuego para que la carne no tuviera ni olor, ni sabor fuerte. Como buena mulata que soy, desde muy pequeña, aprendí entre otras cosas, a trabajar la tierra para tener mis propias verduras, las que usaba en casi todas las comidas para la familia Belgrano. La olla era siempre bien grande, porque la familia era muy numerosa, nunca supe bien cuántos hijos tuvo doña Josefa, pero habían sido muchos, tanto más que una decena. Don Domingo siempre decía que la educación era muy importante para ser personas de bien y llegar a participar en las decisiones económicas, comerciales y políticas, aun sabiendo que el Rey de España tenía el control sobre el Virreinato del Río de la Plata.

    Doña Josefa recordaba con la voz entrecortada, cuando sus hijos varones comenzaron sus estudios, en especial, cuando Manuel ingresó al Real Colegio de San Carlos. Con sus 13 años, para ella era todo un hombre, por eso se angustiaba, sabía que, en ese momento, comenzaba a despedirse de él. Ella decía que Manuel era su sexto hijo, y aunque yo no entendía de números, sabía que no contaba aquellos hijos que había perdido cuando eran pequeños, de eso no se hablaba. A la que sí solía recordar era a su hija María Florencia que había fallecido en el mismo año en que doña Josefa dio a luz a Miguel, su anteúltimo hijo varón. Era difícil pensar en doña Josefa sin admitir que había sido una mujer que escondía mucho dolor, pero, aun así, se sobreponía a cualquier situación por proteger a su familia. Ese mismo carácter, sumiso pero aguerrido, lo había heredado Manuel, que desde pequeño era callado, pero cuando hablaba, se imponía con sus ideas.

    Recuerdo verlo montar a caballo con gran destreza, mientras sus hermanos jugaban con la pelota de tela que yo misma les hice con los retazos que conseguía cambiarle al mercader por verduras. A los varones, además de jugar, siempre los veía husmear entre los libros de su padre. Doña Josefa, mientras tanto, volvía sobre sus recuerdos entre orgullosa y apenada trayendo a la memoria aquel día donde Manuel y su hermano inmediatamente menor, Francisco, se trasladaron a España para ingresar en la Universidad de Salamanca en la carrera de Derecho. Inevitablemente, para ella era una pérdida que, ni con las cartas que solía enviarle, podía calmar. Una de las tardes, todavía frías de julio, doña Josefa me pidió que le llevase a la habitación las cartas que guardaba de su hijo Manuel. Mientras las miraba, sin siquiera abrirlas, me contaba lo que decía en ellas, como si de tanto leerlas hubiese podido memorizarlas.

    En una de 1785, Manuel le contaba que había recibido un diploma en la Universidad de Valladolid, mientras que acá los comerciantes querían impedir el ingreso de productos importados. En otra que le escribió dos años después, le contaba que había sido designado presidente de la Academia donde estaba en Salamanca. Para alegría de doña Josefa, Manuel regresó en 1794 para luego asumir la secretaría del Consulado, y recuerda ese regreso con un suspiro de tranquilidad por volver a verlo. Manuel ya no se quedaría en casa como de niño, él tenía muchos proyectos de soberanía y libertad para nuestro pueblo por los que pelearía hasta dejar su vida. Eso doña Josefa lo sabía, sin embargo, volver a verlo era un gran alivio para ella. Hasta que tres años más tarde, ya con Melo como Virrey, Manuel fue designado Capitán de las Milicias y doña Josefa volvía a revivir el sentimiento de orgullo con un dejo de angustia por su hijo. Manuel no era el primero de sus hijos que estaba vinculado con la vida militar, pero para su madre, tenía ideas tan enraizadas que sería imposible de torcer y por eso, temía tanto por su futuro.

    El 1 de agosto de 1799 nunca podré sacarlo de mi mente. Doña Josefa me llamó antes de la hora en la que le llevaba la infusión. Cuando entré a la habitación, con su mano derecha palmeó suavemente el catre donde reposaba, en señal de que me sentara a sus pies. Quería conversar, aunque yo sólo escuchaba atentamente. Me senté con ella y comenzó preguntando si sabía algo de Manuel, le dije que había oído en la plaza que los mercaderes decían que había creado la Escuela de Náutica y Dibujo. Doña Josefa sonrió con los ojos vidriosos, luego me pidió que la ayudara a vestirse, quería ponerse el vestido natural de linón bordado con el que solía ir al Convento de Santo Domingo que estaba a metros de la casona familiar, y que luego la peinara como lo venía haciendo, colocándole la peineta que había sido de su madre doña Lucía. No quiso que le prepare su infusión y me pidió que llamara a los hijos que estuvieran en la casa. Yo asentí con la cabeza y al pasar a su lado para salir de la habitación, me tomó la mano haciendo una leve presión, la miré un tanto desorientada y en sus ojos pude ver que esa, era la forma que ella tenía de agradecerme. Asentí también con una leve presión sobre su mano acompañada de una sonrisa y salí de la habitación.

    Llamé a los hijos que estaban en la casa: Francisco, Joaquín, Agustín, José y Juana Francisca; los demás tenían sus ocupaciones dentro y fuera de Buenos Aires y hasta en sus propias casas. Sólo a ellos encontré reunidos en el que había sido el escritorio de don Domingo. Mientras estaba en la cocina, escuche rechinar la puerta del cuarto al cerrarse. Luego de un buen rato, los hijos de doña Josefa salieron de la habitación sin decir una palabra. De inmediato comprendí que se había ido. Ella había podido intuir su propia partida, pero lo que jamás pudo imaginar es todo aquello que ocurrió después de su muerte con su querido hijo Manuel.

    Doña Josefa tenía razón cuando decía que Manuel era especial y que no se rendiría hasta lograr sus ideales. Impulsó el semanario que yo no podía leer, pero me gustaba hojear; participó en la defensa contra la primera invasión inglesa y eran tan fuertes sus ideas, que se retiró a la Banda Oriental para no jurar obediencia a los invasores. En la segunda Invasión Inglesa fue destituido el Virrey y la voluntad popular logró reemplazarlo por Liniers a quien Manuel apoyaba, pero lamentablemente, la Junta de Sevilla reemplazó a Liniers por Cisneros. Era una lucha de poder constante donde el comercio estaba en juego. Manuel, como dijo doña Josefa, no se rendiría. Participó en numerosas batallas por la libertad, creó el distintivo con los colores del cielo y hasta la bandera que luego nos identificaría.

    En la plaza, cuando iba a buscar insumos, me enteraba de muchas cosas porque escuchaba hablar a los comerciantes. Los rumores decían que Manuel se había enamorado de una joven llamada María Dolores Helguero a quien conoció en Tucumán y con quien había tenido una hija, pero nunca se casó. Luego se escuchó decir que el hijo de María Josefa Ezcurra y Juan Manuel de Rosas en realidad, era hijo de Manuel fruto de un romance que habían tenido en la frontera. Muchas cosas se comentaban acerca de la vida privada de los Belgrano, pero nunca se me hubiera ocurrido preguntar sobre la veracidad de esos dichos. Como cuando se decía que Domingo, el hermano de Manuel inmediatamente mayor, había tenido un hijo con una parda libre que trabajaba en su casa, siendo él Sacerdote. Por suerte, doña Josefa había fallecido para ese entonces porque con semejante rumor siendo ella católica, dudo que pudiera haberlo soportado.

    En fin, tanto luchó Manuel por nuestra independencia del poder español, lograda el 9 de julio de 1816, para donar todo lo que había ganado a la construcción de escuelas, siendo una de ellas construida en la ciudad de Loreto de donde era doña Lucía, y volver a la casa que lo vio nacer y crecer, sumido en la pobreza para pasar sus últimos días. En memoria de doña Josefa y al amor que ella tenía por él, acompañé a Manuel. Eso me hizo imaginarla orgullosa, admirando la bandera que su hijo supo crear, con el viento flamear marcando, en sus colores, el camino de libertad.

    Asistí a Manuel hasta su muerte y aunque él no me contaba sus historias de vida, cada vez que entraba a la habitación, podía ver en su rostro cansado, la satisfacción de saber que había hecho lo correcto, seguir sus ideales hasta el fin. Su cuerpo fue sepultado en la Iglesia de Nuestro Padre Santo Domingo, como sus padres; y yo, con mi cuerpo ya achacado, ahora sí puedo dejarme ir, ya no hay más nadie que me necesite.

                                                                                                            

Autora:  ARACELI GABRIELA DIPPÓLITO, Docente.

                                                                                                                               

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